Convocatoria 2012 a poetas y narradores

Convocatoria 2012 a poetas y narradores
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lunes, 20 de octubre de 2008

Empecemos a discutir la derecha

OPINION
Por Nicolás Casullo
Derecha. Herencia de los asambleístas de 1789 en París. Palabra que muy pocos se asumen cabalmente hoy. Definición que ha perdido lares ideológicos. ¿Dónde empezar a buscar la derecha? ¿En la oposición al Gobierno? Por cierto. ¿En la interna del justicialismo? Sin duda. ¿Cómo repensarla en sus formas actuales? A partir del lockout del agro se vuelve a discutir ahora el tema de la derecha política e ideológica, frente a la “nueva nación agraria como reserva moral de la nación”, según ciertos medios golpistas, evocantes de añejas “reservas morales de la patria”.
Dilema enredado y a examinar, cuando la derecha no pretende ser, hoy en la Argentina y en otros países, un partido desde sus antiguas prosapias, o que busque un nuevo traje que la delate. Tampoco una programática que aparezca “contra alguien en especial”. Más bien una adopción para todos, que se yergue y aduce la desintegración de “anacronismos” basados en las vetustas ideas de “conflicto” político, de “intereses opuestos enfrentados”, de “lucha social”. La derecha es, desde hace años, activa: de avanzada. Es una permanente operatoria cultural de alto despliegue sobre la ciudadanía, como comienza a evidenciarse en nuestro caso con el apoyo de importantes sectores “al campo”.
La derecha en Occidente constituye un armado modernizante desde una opinión pública mediática expandida diariamente. Configura el reacomodamiento de un tardo capitalismo, camino hacia otro estado de masas, incluidos amplios segmentos progresistas conservadurizados. Operatoria que busca plantear el fin de las ideologías, el fin de las disputas de clase, el fin de las derechas y las izquierdas, precisamente como premisas disolventes de todo sentido de conciencia sobre lo que realmente sucede con la historia que se pisa. No azarosamente, crece desde que el dominio económico tuvo que endurecer y dividir el planeta, desde los ’80, entre perdedores y ganadores netos.
Lo mediático es hoy su gran operador: el espíritu de época encarnado, diría Hegel. Derecha como Sociedad Cultural que nos cuenta el itinerario de los procesos. Que coloca los referentes y las figuras, y decide cómo encuadrar lo que se tiene que ver y lo que no se tiene que ver. La derecha, desde esta operatividad cultural, es la disolvencia de lugares y memorias. Es un relato estrábico, como política despolitizadora a golpes de primeros planos y títulos sobreimpresos.
Un buen ejemplo de esto podría ser Eduardo Buzzi, representante de la Federación Agraria, que concita en su discurso todos los signos de la desintegración de lo ideológico. Del agrietamiento de lo que antecede a una historia, y también de lo que la proyectaría hacia adelante. Se sitúa en una zona propicia de un discurso post-político, magmático. En un no lugar, que en realidad es “el lugar” propicio. Todo se vuelve equivalente, decible, posicionante. Ex militante del PC, miembro de la CTA, ha aportado, sin embargo, con su voz la argamasa política clave en su alianza con Miguens y Llambías, para situar a la oligarquía agraria en el pico de sus aspiraciones como nunca en los últimos 50 años, en tanto histórico conglomerado de poder. A su vez –paralelo a las cacerolas antipopulares de Barrio Norte pidiendo la caída del gobierno–, Buzzi llegó a solicitar nada menos que la reestatización de YPF, se arrodilló devoto frente a la virgen campestre de la nueva “patria agraria”, y demandó, junto a las rutas, imitar lo que hacía Evo Morales en Bolivia, el líder indígena jaqueado por la sojera Santa Cruz de la Sierra, socia ideológica de nuestro agro alzado repartiendo escarapelas “por otro ordenamiento” que respete dividendos.
Un vaudeville bajo lógica mediática que precisamente suele alcanzar lo que se propone: trasmitir “una realidad nacional” en capítulos, indiferenciada, incorporable a la experiencia plateística donde “todo es posible de darse”. Donde nada es definido ni reconocible, ni da cuenta de algún sentido mayor. Un armado de situaciones a componer y recomponer bajo matriz teleteatral, cuyo objetivo es construir protagonistas esporádicos (como presencias “legalizadas por la cámara”) de corte contrainstitucional y antiinstitucional. Pulverizar desde pantalla –entre comicio y comicio nacional– toda posibilidad de “calidad institucional”, de representación institucional dada, a partir de intereses afectados en alianza con medios de masas primos hermanos.
El mundo en estado de derecha
Hace tres décadas, y a raíz del rotundo empuje con que se expandió la estrategia de la revolución conservadora, el francés Pierre Dommergues planteó lo siguiente: “Los neoconservadores se proponen una revolución cultural que destrone el actual régimen de partidos y deje atrás a los referentes sociales de la izquierda democrática. La lucha se dará en el campo cultural y de massmedia para un tiempo de reordenamiento de mercado donde desaparezcan las variables de izquierda y derecha como paradigmas de orientación social, en pos de limitar a las demandas democráticas y a los Estados de corte social. Se ofrece, como sustitución, un liberal conservadurismo y un liberal modernismo, que más allá de sus divergencias coincidan en la voluntad de imponer una nueva repartición de la riqueza, disciplinar a la mano de obra, descalificar toda política que se resista a este disciplinamiento y establecer una nueva forma de consenso. Es una amplia operación de reestructuración cultural de gobernabilidad para correr a la sociedad en su conjunto hacia la derecha, a través de un Partido del Orden Democrático. Es una nueva sociedad de la información para un nuevo tiempo moral”. Sin duda estamos discutiendo el abrumador éxito de esta profunda estrategia cultural, que tres décadas atrás fue estudiada para entender no solo qué sería la sociedad conservadora, sino, sobre todo, cómo esa batalla en el plano de las interpretaciones –desde la derecha política en EE.UU. y hacia el orbe– significaba invisibilizar este propio proceso resimbolizador para una nueva edad del sistema.
La revolución conservadora significó la permanente constitución de un nuevo sentido común, a partir de una inédita capacidad tecnoinformativa para generar estados de masas. Un fenómeno creciente y a la vista, que en 1989 le hizo decir al socialista Norberto Bobbio “A medida que las decisiones resultan cada vez de orden técnico mediático y cada vez menos políticas, ¿no es contradictorio pedir cada vez más democracia en una sociedad cada vez más tecnificada y privatizada en sus enunciaciones?”.
No se está por lo tanto frente a una conspiración imperialista. Ni frente a una entelequia de la CIA. Asistimos sí a una edad civilizatoria de éxito tecno-cultural de los poderes –de las derechas– sobre los desechos de una histórica izquierda que había predominado como conciencia mayoritaria de masas para la edad “del progreso social y de los pueblos” entre 1945 y 1980. Discutir la derecha en nuestro país es entonces debatir, en principio, no un partido ni una figura. Es desollar una cultura que se fue desplegando, supuestamente “fuera de la política”: en lo indiscernible de las posiciones. En cómo me compro una remera o miro al otro. Cultura común y silvestre, que recién se activa políticamente cuando las circunstancias de los dominios societales lo creen necesario. Puede ser con una nueva ley contra inmigrantes de la Unión Europea. O con la calidad de presunto terrorista a ser desaparecido en cualquier parte de USA. O con los millones de sin trabajo, sin papeles, sin escolaridad, que registran como abstractos “ciudadanos votantes” y se resisten a las falsas mesas “del consenso”. Sujetos que precisarían de una “salvación moral” a cargo de las clases pudientes que los rescate de ser acarreados como ganado. Cultura de derecha, que hospeda a las políticas de derecha.
La genética del mercado
Comenzar a explorar la derecha no es, en principio, fijar demasiada atención en Carrió, Macri, Reutemann, López Murphy o Scioli. Se trata, preferentemente, de visitar, antes, las maternidades de la criatura: nuestro diálogo cotidiano y familiar con el mundo de sus obstetras. Activar lo audiovisual hegemónico y de mayor audiencia. ¿Qué nos cuenta esa criatura? Veamos.
La historia: será siempre, por sobre todo, el hallazgo individual. El caso. Los antípodas de las masas como historia. La pobreza: una latente amenaza delictiva, un paisaje de miseria inalterable como tipología geográfica de “lo malo” en la ciudad. La cultura ajena al espectador. El hambre: algo que ya no tendría ideología ni biografía social, un ícono suelto en la vidriera para cualquier retórica del espinel político.
Lo policial: lo que debería incorporarse idealmente, como ortopedia, al núcleo familiar protegido. Un policía al lado mío. El Estado regulador, interventor, recaudador: un espacio ineficiente (ilegitimado), que “gasta mi dinero” y corrupto (por político). La política: un descrédito en manos de zánganos que podría existir como no existir para lo que hace falta. La nota policial: en tanto amedrentación y reclamo de seguridad, pasa a ser el verdadero estado social de la vieja política a cancelar. Lo que escapa a la “Ley y concordia” del mercado. Lo comunitario: una utopía solitaria entre yo, el negocio y “mi bolsillo” (tenga 100 pesos o mil hectáreas adentro). Lo nacional: un espacio a-histórico, siempre al borde del caos que sólo victimiza. Con habitantes nunca representados por nadie, solo por el foco de la cámara, y donde la única noticia es que la política ya ha fallado, siempre, antes de empezar. La nueva comunidad pos-solidaria es ahora una sociedad en tanto arquitectura de servicios que “me debe servir” con la eficiencia modélica de lo privado selecto. Ya no soy parte de la memoria de lo público, de los hospitales sociales y universidades políticas hoy en crisis, sino que me trasvestí en un cliente exigente del otro lado del mostrador. La libertad: el simple pasaje desde el “libre consumidor” al “libre sufragista” sin identidad, alabado por sin partido, por vaciado en cada elección, a punto de comprar algo “genuinamente” entrando al escaparate del cuarto oscuro. La gente: un “yo” sublimado, absuelto en tanto construcción narrativa. Una unidad personal “auténtica”, que representa un muchos en tanto estos muchos no se constituyan en otro tipo de “yo” (como sujeto político identificado), y permanezca como infinita clase media de “empleados” por el capitalismo, en una competitiva y ansiada igualdad de explotados. Lo sindical, lo popular, los desocupados: una realidad indiscernible de hombres de a “grupos”. Algo que debe vivir a distancia de mi vida y que “el Estado no atiende”. Seres organizados para algo que nunca se sabe. Imagen mítica en pantalla con palos y pasamontañas. No blancos, peligrosos en conjunto, dirigidos por vagos, punteros, jefes de barriadas y líderes pagados. Un otro cultural y existencial que como nunca, en la Argentina de la plenitud informativa y formativa, ha alcanzado casi el apogeo de una lucha cultural de clases de lo gorila sobre lo peronista, como un racismo no disimulado sobre lo popular, gremial y piquetero: universo de la negatividad política, del voto subnormal y de politizados a propinas.
Sobre este tablero mediático hegemónico, la nueva derecha, hoy como semilla de república agroconservadora, juega siempre de local. El trabajo del sentido común, de ver el mundo, le viene ya dado. Y desde ahí aspira ahora a convertirse en bloque social histórico, desde sus núcleos de neorrentistas, nuevos arrendatarios y bisoños inversionistas especuladores que le amplían sin duda el campo cultural de ciudadanía.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Todos deben saber - Por Víctor Ego Ducrot *

Después de una puesta en escena en la que la iniciativa sobre la ley de servicios de comunicación o ley de radiodifusión ganó las primeras planas del debate público, el tema parece haber entrado ahora en un remanso. Conocer de qué se trata y qué se está discutiendo es central.

Ni una nueva Ley de Radiodifusión ni mucho menos un nuevo orden democratizador integral de la comunicación podrán concretarse si todo queda en manos de especialistas y funcionarios. Los hechos y los dichos parecen indicar que es el Comfer el órgano de gobierno más dispuesto a impulsar la reforma o la sustitución de la actual Ley de Radiodifusión, herencia de la dictadura a la que todos los gobiernos constitucionales recurrieron, por conveniencias propias y ajenas, imposibilidades o temores.

Sin embargo, es evidente que la decisión y las energías empleadas en ese sentido por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner durante los momentos más álgidos del conflicto con las patronales del agro –abiertamente sostenidas por el complejo corporativo mediático– han menguado e ingresado en una etapa de sigilo y negociaciones, algunas de las cuales no pueden ser disimuladas.

No es menos evidente que ésta o cualquier administración que aborde con seriedad un programa de democratización mediática deberá confrontar con fuerzas tan o más poderosas que las nucleadas en torno del cartel de la soja, comandado por la FAA, la Sociedad Rural Argentina y organizaciones afines.

Conviene recordar que los principales grupos mediáticos –con Clarín a la cabeza– se foguearon en sus artes de “negociación” en tiempos de autoritarismo y dictaduras, y que, con el correr de los años globalizadores, supieron tejer sin cansancio ni desmayos una compleja trama de intereses corporativos con los sectores más concentrados de la economía local, gimnasia esa que les permitió obtener una efectiva patente de corso a la hora de influir sobre los más diversos ámbitos públicos y privados.

Con una experiencia de más de tres años en investigaciones sobre escenarios locales y latinoamericanos, el Observatorio de Medios de Argentina, unidad docente y de investigación de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, pudo constatar que los comportamientos de los oligopolios mediáticos responden a una misma matriz, desde México hasta Tierra del Fuego.

Se basan en el bombardeo simbólico contra toda política pública que comprometa sus intereses corporativos, asociados con los actores más concentrados del sistema financiero, económico y comercial. Para ello, actúan como verdaderos productores y reproductores se sentidos de clase o grupo convertidos en valores universales.

Los informes que oportunamente produjera el Observatorio sobre las coberturas de algunos de los principales medios gráficos al conflicto entre el Estado nacional y el cartel de la soja, sobre el tratamiento que esos mismos diarios le dieron al tema Ley de Radiodifusión y sobre la gramática de construcción noticiosa e informativa utilizada por el canal Todo Noticias (TN), todos confirmaron la tendencia referida en el párrafo anterior.

Sin embargo, y para no abundar en temas que ya fueron abordados desde las páginas de esta sección, es probable que sea conveniente detenerse en un punto de particular significado y que, en sí mismo, contiene un principio fundamental: si entendemos que la comunicación es un servicio público es dable destacar que el actor principal –el factor fundamental– del complejo y dialéctico proceso comunicacional es el sujeto colectivo integrado por todas y todos los ciudadanos-individuos que conforman la sociedad, los destinatarios primeros y últimos del derecho a estar informados e informar.

En ese sentido, puede resultar ilegítimo e inconveniente por ineficaz, desde el punto de vista de la construcción de ciudadanía plenamente democrática, considerar que la discusión sobre la necesidad de modificar el marco jurídico de la radiodifusión en nuestro país se agota con el debate entre la llamada comunidad de la comunicación, por amplio que éste sea. Ese debate debe ampliar sus márgenes hacia escuelas, colegios, universidades, organizaciones sociales y de consumidores, centros vecinales y sindicatos, entre otras instancias.

El de la comunicación social no es un tema que sólo involucra a comunicadores, académicos, políticos y funcionarios. Toda la diversidad que encierra nuestra sociedad tiene algo que decir al respecto y para ello debe saber de qué se trata.

Por último, otro punto que puede se crucial. Aun en medio de la incertidumbre sobre cuál será finalmente el contenido de la nueva Ley de Radiodifusión, el gobierno nacional parece encaminado a decidir acerca del sistema de televisión digital.

Quedamos así ubicados ante un escenario en el que miles de millones de dólares están en juego, precisamente entre los actores corporativos más concentrados de nuestro país, entre ellos los grupos mediáticos y las telefónicas, por sólo citar algunos.

No vaya a ser que la probable nueva ley quede sólo en una formalidad o vaciada de contenido ante el vértigo de las innovaciones tecnológicas, administradas una vez más en favor de los intereses empresarios. Por todo lo expresado hasta aquí sería bueno que el pueblo supiese de qué se trata.

* Profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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Que Caperucita se coma al lobo - Por Omar López *

Después de una puesta en escena en la que la iniciativa sobre la ley de servicios de comunicación o ley de radiodifusión ganó las primeras planas del debate público, el tema parece haber entrado ahora en un remanso. Conocer de qué se trata y qué se está discutiendo es central.

El ataque cultural de “la derecha” sobre la sociedad argentina tiene base en un fuerte anacronismo; hechos y personajes situados en épocas distintas para desnaturalizar la razón fundante de ideas que discuten el reparto con equidad de la riqueza. Monopolios de la información que editorializan sobre la ideología perimida de los años setenta que promovieron la intervención del Estado sobre la renta nacional.

La chata batalla de ideas del momento puede comprenderse revisando la construcción cultural hegemonizada de una derecha que resignifica su más cruel egoísmo. “El problema que nosotros tenemos es que no hubo recomposición del proyecto histórico, con lo cual –y sobre todo en 2001– se acabó ahí, dejando coletazos de esperanza en muchos de nosotros y marcando tal vez nuevas formas de aparición de problemáticas en la sociedad argentina”, orientaba la psicoanalista Silvia Bleichmar.

Asistimos a un proceso de degradación ética; la nueva religión es el consumo que uniforma a individuos creyentes en la tecnología que encubre una soledad sin retorno.

La existencia humana cambió su ordenador; hay un modo banal de acceso a la trascendencia, bailamos por un sueño ajeno, paralítico, sin destino ni abrazo con el semejante, carente de una dimensión integradora. Asistimos a una fatiga de la compasión, cambiamos la solidaridad por la caridad y se termina legitimando el derecho de acumular riqueza sin vergüenza a la desigualdad, pobreza e ignorancia. Bleichmar sostenía que “la escuela pública se ha convertido, por la enorme cantidad de niños, en la escuela de los pobres. El guardapolvo blanco ha dejado de ser el símbolo del progreso para ser el símbolo de la pobreza. Los maestros de las escuelas públicas son compañeros de pobreza, y los de las escuelas privadas son empleados de los padres”.

La rutinización de la indiferencia ética se comió la creación. Max Weber ya habló de una relativización que desconecta a los individuos de cualquier programa común, dando lugar a una suerte de desplazamiento de la moralidad práctica hacia lo particular, ocasional y contingente. Y Bleichmar decía que la miseria en nuestro país ha recibido los restos degradados de la ideología de las clases altas. Los pobres han sido despojados de los sueños y por lo tanto de proyectos de inclusión. Al mismo tiempo ofrecen una formidable cualidad humana los chicos cartoneros que trabajan con sus padres y por la tarde se esfuerzan en ir a la escuela. Conductas de resistencia moral, un contraste ante la resignación como esperanza de los vencidos.

El conflicto por la retención a la renta extraordinaria rural recuperó el ejercicio de cruzar ideas políticas, se discute otro país y un Estado frente al cambio de paradigma mundial que considera alimentos, combustibles, territorio y agua como inmediato control estratégico por las grandes corporaciones que dirigen la economía global.

Entre los setenta y los noventa se destruyeron dos grandes articuladores de la sociedad argentina, uno se referencia en la idea de progreso como proyecto, instalado en desarrollistas y la izquierda, no así en la oligarquía que pretendía que todo siguiera igual. Ahora esa oligarquía mutó a otra esfera de producción económica y de contrato con la globalización, y produce un proyecto de anclaje a las necesidades dominantes.

Su proyecto está por encima de un Estado que democratice el destino. Los medios involucrados en el reparto de una renta publicitaria descomunal aceptan el control social con su relato que ordena a la sociedad aplanada.

En veinte años y con el avance tecnológico el país triplicó su producción de cereales y oleaginosas, alcanzando a cien millones de toneladas. Sin embargo, la explotación rural, el trabajo en negro y las consecuencias en salud de los trabajadores es un relato secuestrado por los medios, patrones y un sindicato desclasado. La disputa está en su etapa inicial con un notable retardo del pensamiento crítico y de actualización de las producciones política de la heterogénea izquierda nacional. Es un desafío sacrificar todo el tiempo en esta batalla de ideas, de cultura, de ética y justicia popular. Es preciso advertir cómo los pobres reciben los restos degradados de la economía, reciben los restos degradados de la ideología.

Enfrentarlo con una nueva variante cultural y de consenso popular, ejercitar la unidad, el compañerismo disidente y creador, es urgente, frente al principal enemigo de este tiempo: el analfabetismo político.

* Periodista, conductor de Mate amargo.

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Los observadores - Por Luciano Sanguinetti *

El informe terminó con el cerrado aplauso de la platea.

Visiblemente molesto, el filósofo Tomás Abraham dijo:

–De esto se puede hablar mucho tiempo; esto es un horror, no por el padre Grassi, que no sé si es culpable o inocente... la situación de la infancia en Argentina y lo que pasa en la Fundación Felices los Niños, ¿alguien averiguó lo que pasa con esa Fundación? ¿Con los 6000 chicos que estaban ahí? ¿Siguen dando aporte los donantes para que los chicos coman, estén vestidos y estén educados? ¿A alguien le preocupa esto, o todo es el show Grassi? ¿Nos damos cuenta de lo que está pasando? No con el padre Grassi, ¿es algo bueno pasar con música estos crímenes contra chicos? ¿Es algo bueno?

Los derechos sobre las comunicaciones se han ido expandiendo a lo largo de la historia. Primero se resguardó el derecho de los impresores (art. 32 de la Constitución: “el Congreso Federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción federal”); el segundo fue el de los trabajadores de los medios: la cláusula de conciencia (un periodista tiene derecho a indemnización como si hubiera sido despedido cuando un medio por cualquier razón modificara su línea editorial); el secreto profesional (los trabajadores de los medios no están obligados a revelar sus fuentes). Por último, el que protege los derechos de los informados, el Pacto de San José de Cosa Rica, incluido en el plexo constitucional a partir de la reforma del ’94.

Los conductores improvisaron una respuesta:

–No, seguramente no es bueno, no es bueno que pase, pero lo mostramos porque son acusaciones que se hicieron contra el padre Grassi, no es que las estamos inventando.

El filósofo insistió:

–Inventar, no se inventa, pero hay un modo de transmitir, y creo que la gente no se da cuenta de lo que está viendo. Esto no es una noticia como las Olimpíadas. La escena del chiquito que lloraba para que el padre no vaya a la cárcel no la tendrían que haber pasado. No sólo en este programa, sino en general, los medios de comunicación juegan con la escabrosidad, y eso es lamentable; eso no educa a la gente, al contrario, la hace disfrutar.

La respuesta de los conductores no se hizo esperar.

–Es discutible decir que la gente lo disfruta y englobar a toda la gente; todos los seres humanos, a lo mejor, no reaccionan de la misma manera.

Ahora bien, cómo se lleva a la práctica ese derecho. Desde mediados del siglo pasado se abrieron diferentes canales para difundir la opinión de los lectores. El primer instrumento posiblemente haya sido la Carta de Lectores, sección de los diarios impresos donde se difunden sus opiniones sobre los más diversos temas. El segundo fue “el derecho a réplica”, que implica la obligada disponibilidad del diario (que pocos medios cumplen) a publicar la opinión de cualquier persona que, mencionada en alguna nota, se hubiera sentido agraviada. Hacia finales del siglo pasado, ciertos medios comenzaron a ensayar otros mecanismos de autocontrol. El más conocido se denomina Ombudsman o Defensor del Lector. Aquí, un profesional contratado por el mismo diario oficia de abogado de los lectores. En general, a partir de demandas e inquietudes de los consumidores, evalúa la forma de tratar determinados temas. Sus consideraciones se supone son una fuente para futuras correcciones o desarrollos en las páginas del periódico. En Argentina casi no hay experiencias de este tipo. Las que existen tienen un rango menos, como es el caso de Clarín.

Ultimamente, los que tomaron más vigor fueron los llamados Observatorios de Medios. Estos tratan de ejercer desde la ciudadanía una evaluación sobre el desempeño de los medios en el tratamiento de la información. En Argentina existen cinco observatorios, pero el que adquirió más reconocimiento fue el que impulsó el Consejo Nacional de la Mujer, el Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi) y el Comfer con el objeto de “ejercer un seguimiento y análisis sobre las formas y los contenidos de las emisiones de radio y televisión que pudieran incluir cualquier tipo y/o forma de discriminación”. La experiencia muestra en su portal www.obserdiscriminacion.gov.ar resultados interesantes en el análisis de casos como el de CQC o la publicidad denominada “Gerardo”.

El filósofo se preguntó, abrumado:

–¿Entonces qué están aplaudiendo?

Los conductores respondieron:

–Se aplaude el informe.

El filósofo retrucó:

–¿Y es para aplaudir eso?

La participación de Tomás Abraham en TVR pone en evidencia lo poco que se debate en la Argentina sobre los medios y más en los propios medios, obsesionados últimamente por hablar de ellos mismos (especialmente la televisión) sin un mínimo atisbo de autocrítica. Porque finalmente, aquello que pudo haber empezado siendo una mirada irónica sobre su desempeño terminó en un autismo paródico que pareciera no hacer otra cosa que burlarse de los espectadores.

La pregunta de Tomás Abraham sigue rebotando en las pantallas como si nos la estuviera haciendo a todos, que, como unos tontos, también aplaudimos:

“¿Y es para aplaudir eso?”

* Docente e investigador, Facultad de Periodismo y Comunicación Social UNLP.

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La señora y su séquito - Por Roberto Follari *

Los medios son una representación de lo real, más allá incluso de las intenciones de quienes los protagonizan. A través del discurso mediático quedan de manifiesto posiciones, antagonismos, juicios y prejuicios. Sin embargo, poco se debate sobre los medios y casi nada en los propios medios con sentido autocrítico.

Sus ademanes aristocráticos no impiden que se haya convertido en una tradición casera y casi barrial, familiar para las clases medias como el dulce de leche y el mate. Sus almuerzos son una institución establecida y han hecho de la banalidad centrada en las buenas formas una marca de origen. A esa hora en que la urgencia alimentaria llama a evadir el pensar, suele ser bienvenida la futilidad distractiva que caracteriza su programa.

Sin embargo, la Señora cree que no todo es trivialidad, y se decide –de vez en cuando, entre encuentros dedicados al espectáculo– a enfrentarse a cuestiones de fondo: el paro patronal agropecuario (que ella no llama así, por cierto), la seguridad ante el reciente triple crimen. Y no siente que la ignorancia sea un obstáculo para enfrentar esos desafíos: con desmesura y audacia nos espeta su singular modalidad de interrumpir a los comensales para insuflar sus comentarios, aun cuando se trate de temas que no son fáciles siquiera para los especialistas.

Un largo camino recorrió esta muchacha desde que hacía cine como miembro del par de hermanitas hasta sus actuales inquietudes por las cuestiones trascendentes. Camino con más luces que libros, más cócteles que conferencias, más divertimentos que estudio. Nada de ello le impide demostrar –a cada paso, como si fuera una obligación– que la trivialidad es más grave cuando se ejerce sobre cuestiones no triviales.

“¿Se viene el zurdaje?”, preguntó con aire casual al entonces recién electo presidente Kirchner, sin que se supiese si ignoraba la brutalidad del apelativo, o lo había usado con plena conciencia. Ya desde entonces prefiguraba cuál sería su relación con un gobierno que –desde su mirada– se hacía intolerablemente progresista, alejado de la gente que ella suele frecuentar en salones y reuniones sociales.

Hace unos días, reiteró en su programa la presencia de la denominada “Mesa de Enlace”; estaban tres de sus miembros, junto al inefable De Angeli. Allí la Señora desgranó el repertorio de su sapiencia: se escandalizó porque hay niños con hambre en el Chaco, como si esto fuese nuevo o –mejor dicho–, como si los índices de pobreza e indigencia no hubieran bajado en los últimos años, y subido brutalmente en los tiempos de un Menem al que la Señora solía festejar. O como si la Sociedad Rural, cuyo representante estaba sentado a su lado, no hubiera prohijado cientos de planes económicos elitistas y antipopulares que han fomentado el hambre y la miseria entre las capas más pobres de nuestro país.

El módico institucionalismo de Eliaschev lo llevó a cuestionar a De Angeli por los cortes de ruta; la Sra. se mostró azorada. Quedaba entre dos fuegos: su rechazo por las acciones callejeras directas (cuya tradición popular le resulta intolerable) y su agrado cuando esas acciones van contra lo que desaprensivamente llamó “el zurdaje”. Se mantuvo impávida cuando con su estilo no muy ilustrado, el hombre de Gualeguaychú afirmó: “No estaríamos aquí si no hubiéramos cortado las rutas”. Siguió un módico señalamiento de la Señora tratando de cerrar filas, ante la advertencia de una notoria fisura en el frente unánime de admiración agropecuaria que había invitado a su atildada mesa.

Perla mayor fue la pregunta a Buzzi, de si De Angeli no le está haciendo sombra. Con su rebuscado campechanismo el líder de la Federación Agraria –devenido en furgón de cola de la Sociedad Rural–, por teléfono suelta: “Si Alfredo es más bueno que el quaker...”. La Señora festeja esa ocurrencia nada espontánea. No le parece extraño que tan benigno retrato sea el de quien comandó cientos de cortes de rutas a la fuerza y declaró tener escopetas y carabinas para responder a quien pudiera oponerse.

En ese espacio de oquedades se juega la conciencia de cierta clase media argentina actual. Argumentos vacíos, ideologías arcaicas que los justifican. Creencia de que hay ciudadanos de un lado, y “acarreados” del otro. Vocinglería que puede justificarlo todo si va contra un gobierno que es acusado de “zurdaje”. Y –la Señora como metáfora del país–, lágrimas de cocodrilo sobre la pobreza, mientras se colabora a sostenerla. Un ritual de apariencias cuidadas, bajo las cuales yacen la superficialidad y el más ramplón de los sentidos comunes.

* Profesor e investigador, Universidad Nacional de Cuyo.

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Países emergentes y desarrollo comercial de la cultura - Por Guillermo Mastrini *

Los servicios y bienes culturales comenzaron a ser parte de la agenda de los organismos de comercio internacional y la regulación del sector cultural asume un sesgo economicista en detrimento de otras perspectivas vinculadas con el acceso a la cultura y al pluralismo informativo. ¿Cómo puede evolucionar el tema? ¿Qué estrategias adoptar frente a los nuevos mecanismos de gobierno global y en defensa de los intereses de los países periféricos?

Desde hace años existe una marcada contradicción entre la tradicional visión de la política cultural como promoción de la diversidad, y una nueva orientación en la que la cultura es vista como una mercancía de gran potencial económico. A partir de la Ronda de Uruguay (1986-1994) de la Organización Mundial de Comercio (OMC) los servicios y bienes culturales comenzaron a formar parte de la agenda del organismo. Aun cuando se mantienen restricciones, a partir de ese momento los criterios que guiaban la regulación del sector cultural terminan de asumir un sesgo economicista, en detrimento del enfoque basado en la protección del acceso a la cultura y el pluralismo informativo.

Estas transformaciones tienen estrecha vinculación con los intereses de generar un mercado global de comunicación y cultura. Si bien la transnacionalización de los bienes culturales encuentra antecedentes, la posibilidad de unificar la distribución de bienes simbólicos a nivel global, está estrechamente vinculada al proceso de digitalización de la cultura.

Por otra parte, la relación entre las políticas culturales y las sociedades ya no está solo mediatizada por el Estado y los actores interesados. Los organismos internacionales como la OMC, Organización Mundial de Propiedad Intelectual (OMPI), Icann (Internet Corporation for Assigned Names and Numbers), Unesco, UIT, así como los acuerdos supranacionales (UE, Mercosur) y bilaterales intervienen en el diseño de las políticas de comunicación.

En el proceso globalizador se visualizan limitaciones al accionar tradicional de los Estados como consecuencia del afianzamiento de nuevos actores en la escena mundial con mayor capacidad de decisión y negociación. Si bien el Estado sigue siendo importante, no todos son iguales. Sandra Braman distingue uno hegemónico (Estados Unidos), dos competencias (Japón y la Unión Europea), y los países en desarrollo para los cuales la “Sociedad de la Información” y el nuevo entorno regulatorio pueden ser fuentes de bienestar social pero también de importantes desafíos. Para que lo primero ocurra, los países periféricos tienen que estar pendientes del proceso de reestructuración global, y no limitarse a esperar las dádivas que el avance tecnológico les prometa.

Los productos culturales son transmisores de visiones del mundo. Sin embargo, la naturaleza dual de las obras culturales hace que operen como expresiones de identidad, pero también como bienes y servicios mercantiles. Son dos aspectos indisociables, que resultan caros si no se consideran.

El comercio de servicios en la OMC se define de manera muy amplia para incluir la inversión extranjera directa en diversos sectores, entre los que están incluidos las telecomunicaciones y el audiovisual. Es importante destacar que la liberalización puede llegar a implicar la eliminación de cualquier medida gubernamental que favorezca a un proveedor nacional frente a uno extranjero, así como la desregulación cuando una norma se considera demasiado onerosa para los inversionistas y proveedores de servicios extranjeros. Frente a este avance, algunos países comenzaron a delinear un proceso de resistencia que buscó garantizar la “diversidad cultural”. Esta iniciativa permitió postergar la discusión en la Ronda Uruguay, a cambio de incorporar el tema en la siguiente.

Dentro de la propia OMC algunos países han planteado que el sector audiovisual debe ser considerado como parte de la industria del entretenimiento, y por lo tanto sujeto a reglas de liberalización, mientras que otro grupo de países considera al audiovisual como un producto cultural, que merece un tratamiento diferencial.

Varias medidas de política cultural en el área audiovisual se verían amenazadas de imponerse finalmente los criterios impulsados por la regulación global: subsidios del Estado, la televisión pública, las políticas de cuotas, los requerimientos de nacionalidad, los impuestos destinados a financiar productos locales, las exenciones impositivas, los privilegios para contenidos nacionales. Este listado incompleto sirve de ejemplo de los efectos devastadores que estas políticas podrían tener en el ámbito latinoamericano. Más si se considera que aún hoy, en “tiempos de proteccionismo”, los balances son altamente deficitarios.

Es importante alertar sobre las consecuencias que tiene el nuevo gobierno global sobre las políticas culturales. Especialmente porque, por lo general, los debates sobre los beneficios de los procesos de integración suelen soslayar las amenazas que el mismo presenta. Ahora que la Ronda de Doha ha fracasado cabe preguntarse qué actitud habrían adoptado los países emergentes si los países centrales hubieran cedido su proteccionismo en el sector primario a cambio de una flexibilidad general en el sector servicios. En qué medida un beneficio económico no traería aparejado el enorme riesgo de reducir nuestras políticas culturales a cenizas.

Esto se ve reflejado en lo que por ahora representa la mayor incidencia real en términos de gobernanza global hasta la actualidad en los países latinoamericanos: la firma de tratados bilaterales. Un criterio general que se puede reconocer es que si bien los productores culturales han logrado establecer coaliciones para la defensa de las industrias culturales locales, en general el debate público en torno de los tratados de libre comercio suele centrarse en los “beneficios” que los mismos traerán en materia de apertura de mercado para la producción nacional. Si bien algunos países han logrado mantener excepciones en la producción cultural analógica, los suministros de servicios que usan medios digitales quedan incluidos dentro de las obligaciones contraídas en el capítulo de comercio de servicios. Se han protegido las políticas culturales actuales, pero los acuerdos suponen una seria amenaza a las del futuro.

Las políticas de hoy serán las que regulen la producción cultural del mañana. Es por ello que es preciso impulsar el conocimiento de este tema en la comunidad académica y en la sociedad civil en general. David Hesmondhalgh (2005) realiza una acertada advertencia al respecto cuando observa que la indiferencia pública es espejada por la ausencia en la literatura de los estudios de medios de “la formación de la política pública más general”.

Ante este panorama creemos conveniente proponer algunas sugerencias.

En primer lugar, parece indispensable contar con más y mejores recursos humanos formados en derecho comercial internacional que mantengan una mirada humanista. Esta posibilidad debería ser complementada por un mayor y mejor intercambio entre los países de la región a efectos de coordinar y articular decisiones.

En segundo lugar, definir una estrategia para mantener la actual capacidad de implementar políticas nacionales de cultura. Para ello es preciso tener una propuesta en la OMC que supere los criterios tecno-economicistas. Esto supone en el plano nacional alertar a numerosos economistas que estarían predispuestos a negociar la liberalización del tercer sector a cambio de concesiones de los países del G8 en el sector primario.

En términos generales, se propone una estrategia complementaria que promueva la defensa de las capacidades políticas existentes, que se mantenga atenta y con opciones claras y definidas frente a las nuevas agencias regulatorias internacionales, y que finalmente tenga capacidad de usufructuar las potencialidades que brindan las NTI (nuevas tecnologías de la información) para potenciar los efectos de las políticas consensuadas.

* Profesor de la carrera de Ciencias de la Comunicación. Universidad de Buenos Aires.

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